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Despertó

Despertó, abrió los ojos después de estar dos meses en coma. Los médicos nunca pensaron que esto ocurriría, aunque a su madre le dijeron tras el accidente de tráfico que podía ser que se despertara dentro de un día, 15, dos meses, cinco años o que nunca lo hiciera. Los profesionales sanitarios no tenían ninguna esperanza y por eso lo mandaron a casa con respirador y toda la maquinaria necesaria para mantenerlo con vida, aunque como un vegetal.
Aquella mañana despertó, abrió los ojos. La luz que asomaba por la ventana penetró en sus córneas y volvió a cerrarlos de forma súbita. Tímidamente despegó sus párpados, poco a poco. Estaba en su habitación, estaba solo. No podía hablar, ni mover su cuerpo, pero sí escuchar. A través de la ventana, en la calle, una voz de megáfono advertía que estábamos en estado de alarma y que no se podía salir de casa. Estaba confuso ¿Cómo había llegado ahí? ¿Qué había pasado?
Mentalmente gritaba: ¡Mamá!, pero nada, ni un sonido emanaba de su boca. Quería estirar el brazo y tirar la lámpara de la mesilla para llamar la atención de su madre y a pesar de que se esforzaba intensamente, no dejaba de ser tan solo una proyección en su cabeza.
Podía adivinar perfectamente lo que estaba haciendo por el rastro sonoro que iba dejando a su paso y en su mente imaginaba cada movimiento. Escuchaba cómo cacharreaba en la cocina y por el olor supo que estaba haciendo sus lentejas, con su choricito y su hueso de jamón. Una auténtica delicia.
Después encendió la tele y ahí estaba Ferreras hablando del coronavirus y sus repercusiones sociales y económicas de la mano de reputados expertos en la materia. Pensó que estaba delirando, incluso se preguntó si estaba muerto.
Intentó de nuevo llamar a su madre en vano y de pronto una luz cegó de nuevo sus córneas, lo que hizo cerrar sus ojos, esta vez lentamente. Un segundo antes de morir pensó que eso debía ser lo que llaman la mejoría de la muerte.
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Perro negro

Me encanta observar desde la ventana de la cocina cómo los primeros rayos de luz se asoman en el cielo parisino mientras un café humeante me calienta las manos, pero hoy es 7 de enero, tenemos la reunión de después de las vacaciones y nos han convocado antes, así que veré amanecer de camino al metro.
Antes de tocar el frío pomo del portal de casa me calzo los guantes y al poner el primer pie en el asfalto, un perro negro me asalta, mordiéndome a la altura del tobillo. Casi pierdo el equilibrio al zafarme de él, pero lo logro con un movimiento brusco de pierna y me vuelvo a meter en el portal de casa para comprobar el alcance del bocado. Parece que no ha conseguido clavar sus dientes en mi carne pero… maldito perro del infierno, de dónde habrá salido.
Y otra vez repito la operación, salgo de casa y ahí está el rottweiler mirándome fijamente, frente a mí, retándome ¡Qué absurda situación! Voy a llegar tarde a la reunión por el perro este. Me persigue, se pone en medio, me ladra y me muerde el pantalón para que no avance y a pesar de que me siento como un niño asustadizo, me armo de valor y con un considerable retraso consigo llegar hasta la boca de metro. Una vez allí, el perro se para en seco y se queda ladrando sin llegar a bajar las escaleras, sin quitarme los ojos de encima y yo corro despavorido bajando los peldaños de dos en dos, aunque ya no tengo edad para eso.

Encuentro un momento de tranquilidad al sentarme en el vagón y quitarme el abrigo, pero tengo una sensación extraña, de desconcierto, de inquietud. Tengo tantas preguntas en la cabeza… hay tantas cosas que no entiendo… Quién es su dueño, por qué no llega a morderme… Ese perro del diablo es igualito al de ‘La profecía’ y en la película, su aparición precede al suicidio de la niñera de Damien.

El perro negro ha hecho que me retrase 15 minutos y entre que salgo del metro y llego a la sede de la revista son otros 5 minutos. Probablemente ya habrán comenzado sin mí. No me lo puedo creer. Justo arriba de las escaleras me está esperando, pero cómo ha llegado hasta aquí… Otra vez la misma historia, me muerde el pantalón, los voy a tener que tirar a la basura. Todo el mundo por la calle me mira y ya me da hasta la risa. Aquí estoy yo, arrastrando al perro, que está colgado de mi pierna, como hacía antaño mi hermano pequeño.

Por fin llego al portal de la revista y dejo tras la puerta al perro ponzoñoso desgañitándose con sus ladridos del inframundo. Desde luego, con esta anécdota ya tengo material para hacer una buena tira para la revista, solo hay que encontrarle la parte humorística ¡Ya lo tengo! El perro es musulmán extremista y no le gustan mis viñetas en Charlie Hebdo.

 

El 7 de enero de 2015, el semanario satírico Charlie Hebdo sufrió un atentado en su sede central de París a manos de dos hombres enmascarados de Al-Qaeda que con fusiles de asalto mataron a 12 personas e hirieron a otras 11 en respuesta a la crítica humorística hacia la violencia del extremismo islamista que reflejaban muchas de sus viñetas.

 

Miope

Había un ceda el paso como la copa de un pino. Tenía el señor un ceda el paso delante, así que tenía que haber esperado a que yo pasase con mi vehículo. Ya sé, mi bicicleta no abulta mucho y yo hago de carrocería, pero ¿cómo pudo decir que no me había visto? Que pruebe a ir al oculista, por favor. Yo también soy miope y hace años que llevo gafas, gafas que por cierto están bajo los neumáticos de su coche.
De la bici también me olvido, pero es que las gafas las necesito, así que aquí estoy. Debería volver a mirarme la graduación para hacerme unas gafas. Es muy urgente, ¿sabe? porque solo tengo unas de repuesto que son muy viejas y que tienen menos dioptrías que las gafas siniestradas.
Nunca hubiera pensado que me iba a aumentar la miopía tanto en tan poco tiempo. Esta montura me gusta ¿Me pueden colocar los cristales en este mismo momento dada la urgencia? Sí, espero.
La miope se sentó en la silla y ciertamente de lejos no conseguía ver con nitidez. Esas gafas viejas le daban un aire de empollona mojigata insoportable pero es que además no le servían de mucho. De cerca, el óptico era un joven muy interesante. Había estado observando con detenimiento el marcado perfil que delimitaba su sinuosa boca. Ahora solo veía un bulto desenfocado que, ella intuía, estaba colocando los cristales en la montura.
Por fin, ya estaban listas sus gafas nuevas. El joven se las daba en una funda con una bolsa, pero la miope guardó las viejas y las nuevas se las llevó puestas. Cuando cruzó la óptica en dirección a la salida se sorprendió porque había mucha gente en la tienda en la que no había reparado antes.
Y salió a la calle con la misma mirada de siempre pero con diferente prisma, con la perspectiva que te dan unos cristales nuevos que le dicen adiós a la miopía. De camino a casa volvió a reparar en la cantidad de gente que había por la calle, mucha gente mayor que parecía acompañar a otras personas y que, ante la imposibilidad de andar a su ritmo, iban detrás de ellos con la lengua fuera.
La miope pensó entonces en lo duro que tiene que ser hacerse mayor y ver cómo tu cuerpo no responde como antes, pero lo que más le dolió a la miope fue la indiferencia que provocaba en sus hijos que sus padres no pudieran andar a su ritmo. Entonces deseó tener a su padre para caminar junto a él. Demasiados pensamientos negativos encadenados que la miope supo cortar a tiempo antes de sucumbir en la melancolía y la depresión. Ya hacía dos años que su padre había muerto y casi lo tenía superado.
Al llegar al portal, un vecino que acaba de entrar le abrió la puerta. Iba con sus padres. Hacía mucho que no los veía y la miope no sabía si estaban en el pueblo o se habían muerto. Se metieron todos en el ascensor. Ellos al fondo y la miope en la puerta, ya que era la primera en salir. Conversaciones de ascensor al margen, a la miope le extrañó un poco que los padres del vecino no dijeran absolutamente nada. El caso es que tampoco hubo mucho tiempo para hablar.
Nada más entrar en su casa, la miope se dirigió al baño para analizar cómo le quedaban las gafas nuevas, pero al situarse frente al espejo, lo vio. Era su padre. Detrás de ella. Se giró. Allí estaba. Había venido a buscarla. En ese mismo momento el médico certificaba la hora de defunción a su madre. El conductor del coche salió ileso del accidente.

 

Mujeres

Hubo un tiempo en que a las mujeres se les exigía ser guapas para prosperar. Aunque no lo creas, no hace mucho tiempo, las mujeres no podían tener pelos en las piernas ni en las axilias y las compresas y los tampones eran considerados bienes de lujo con el máximo porcentaje de impuesto. Tampoco hace tanto, las mujeres cobraban menos que los hombres haciendo el mismo trabajo y siempre tenían a un hombre que mandaba más que ellas.

Te parecerá mentira pero yo he vivido la época en la que las mujeres tenían que elegir entre ser madre y trabajar, en la que cuando volvían de la baja por maternidad no sabían si iban a poder incorporarse de nuevo, si iban a poder acogerse a la reducción de jornada o si iban a poder tener un horario que pudieran compatibilizar con el cuidado de sus hijos, porque en esa época, seguía siendo la mujer la que tiraba de la casa y de la prole.

Y eso ocurría en las sociedades más avanzadas porque en otros países, las mujeres en el paritorio no empujaban cuando el médico les decía que iba a nacer una chica, ya que suponía otra boca que alimentar. En otros sitios, los padres pagaban dinero a los novios de sus hijas para que se casaran y se hicieran cargo de ellas, aunque éstas tuvieran 14 años y estuvieran cubiertas por una túnica para que no provocaran con su pelo, con sus curvas, con su pintalabios…

Tuvo que pasar algo, algo muy gordo para que los hombres se dieran cuenta de lo importante que son las mujeres. Y pasó, la naturaleza se rebeló contra ellos y de repente, no nacía ninguna mujer. Todos los bebés en el mundo eran hombres y lo que en un principio pareció una casualidad, se convirtió en una emergencia mundial. Sí, podían congelar todos los óvulos de todas las mujeres vivas pero si no nacían niñas, la especie humana sería finita.

A partir de ahí, todo cambió y el mundo se convirtió en lo que hoy conocemos, pero te cuento esto porque nunca debemos olvidar el pasado, no vaya a ser que caigamos otra vez en él.

Un hipster de escaparate

Pensó el golpe de efecto perfecto. Se encerraría en un escaparate durante un fin de semana para promocionar su último libro. El frío del invierno no le amedrentó. Una manta de Ezcaray le daría calor. No tenía cama, pero sí una tienda de campaña y un saco de dormir. En su época en los boy scout había aprendido a sobrevivir en medio del bosque, cómo no lo iba a hacer en un escaparate en el centro de la ciudad.

Agarró una silla de los años 70 tapizada con tela verde caqui, acercó una mesilla con una lamparita que no daba luz puesto que la electricidad estaba cortada, se cubrió con la manta de Ezcaray y aunque obviamente ya lo había repasado mil veces, allí se colocó, detrás del cristal, a leer su último libro. Era un maniquí humanoide que fomentaba la lectura.

Al principio se sintió como uno de esos animalillos enjaulados que miran hacia el exterior con tristeza sin saber que la ciudad es una cárcel todavía más grande. No sabía reaccionar cuando un niño se soltaba de la mano de su madre para apoyar su nariz en el cristal, formando un círculo de vaho que iba creciendo hasta que desaparecía súbitamente cuando le tiraban del brazo para continuar el camino.

Pero conforme fueron pasando las horas, se fue sintiendo más a gusto. Esa sensación comenzó justo en el momento en el que cogió su ordenador y comenzó a escribir. A pesar de la oscuridad, se le encendió la luz, vio claro el argumento y se metió de lleno en su nueva novela. Lo que en un principio iba a ser un fin de semana se convirtió en un contrato indefinido. Dos palabras que juntas resultan tan extrañas que las nuevas generaciones no logran comprender por mucho que se explique.

Todos os preguntaréis cómo logró sobrevivir este escritor en un escaparate abandonado y algunos de vosotros, los más sibaritas, si ese habitáculo estaba entregado al característico olor que contiene una tienda de campaña al desplegarse tras un invierno de letargo. Sabed que el restaurante de al lado fue su principal aliado. Le suministró comida y un aseo para su higiene personal. Así que no penséis que su barba se debe a la desidia o una moda pasajera. La causa la encontraremos en un auténtico mimetismo con la propia historia de su nuevo libro, ‘Un hipster de escaparate’.

Ninguna duda

No me lo puedo creer. No puede ser posible ¡Cómo me ha podido haber hecho esto! Yo que he escuchado sus penurias, que le he dado cobijo en horas bajas, que he puesto todo mi empeño en arrancarle una sonrisa.

Y va y me dice que se marcha a otra ciudad. Sola ¡Yo que pensaba que estaba tan desesperada! Por una parte me alegro por ella. Se ha decidido a hacer algo, que es lo importante. Aunque no sé si es la solución. No tiene muchos recursos.

Pero por otra parte, no sé si ha sido buena idea dejarla marchar, me siento traicionada. Sólo me ha usado para lo que quería y luego me ha dejado tirada. No creo que haya sido buena idea acogerla y mira que me lo dijeron.

Vuelvo a mirar la nota que aun yace intacta sobre la encimera. No dice mucho más de lo que me ha contado por teléfono ¡Es indignante! Y a la vez pienso: ¿ qué será de ella? ¿No volveré a recibir noticias suyas? ¿Es un adiós definitivo? Eliane era como una hermana para mí, éramos indisolubles, no sé qué hacer.

Aunque bien pensado… supongo que es el resultado de mi ayuda. Si se ha decidido a hacer algo y es en otro sitio… debería verlo entonces como un triunfo, no como una traición. Eliane, sola, en Berlín… ¿sabrá apañárselas? Al fin y al cabo fue mi idea, qué más da lo que opine la gente, quizá en adelante tenga un sofá donde dormir en Berlín… o ¿mejor una cama?

¿Por qué no? El mundo es grande y amplio. Si no le dejo irse le estoy cortando las alas. Sería egoísta si le echase en cara todo lo que he hecho por ella… porque si soy sincera conmigo misma, todo lo he hecho por mí, no puedo engañarme. Me ha pillado, me ha cazado y he probado mi propia medicina.

Definitivamente, tengo que dejar de tener estas conversaciones frente al espejo. Eliane: has tomado una decisión, romper con todo y empezar de nuevo en Berlín, una ciudad maravillosa.
Es lo mejor que he podido hacer, no me cabe ninguna duda.

Un microrrelato compartido entre Pilar, Laura, Elisa, Carmen, Mariluz y Montse realizado en el Taller de Literatura Creativa que se celebró el 16 de octubre de 2015 durante la XXXV Feria del Libro y de Ocasión de Logroño.

Campanu

A aquel trueno ensordecedor le siguió una repentina tormenta que me pilló en plena calle. Como el resto de transeúntes buscaba un hueco debajo de la repisa de los edificios. Visto desde una avioneta, podríamos pasar perfectamente por un hormiguero bombardeado por un aspersor.

La lluvia me recordó el agujero de la suela de mi bota derecha y no tuve más remedio que entrar en la primera zapatería que me encontré. Había unas botas igual a las mías, pero de otro color, salmón. Las que llevaba me gustaban mucho, eran cómodas y me habían dado buen resultado, así que pedí mi número a la dependienta.

Comencé con el pie izquierdo, pero mi desproporción entre un lado y otro del cuerpo me obligó a pedirle la bota del pie derecho. El momento en el que me quité la bota agujereada fue un poco bochornoso. La dependienta levantó la ceja izquierda y arrugó la nariz al ver mi calcetín goteando. No tuve más remedio que escurrirlo con mis manos en un centrifugado improvisado y ella me alcanzó una bolsa para que me pusiera el calzado.

En cuanto subí la cremallera sentí la necesidad de levantarme, saltar, moverme, bailar andar, incluso correr. Sí, quería salir de allí rápidamente y le dije: “Cóbrame, que me las llevo puestas”.

Mientras la dependienta pasaba mi tarjeta de crédito, me dio tiempo a dar una vuelta a la tienda a paso ligero. Pasé por el mostrador y recogí la máquina para pulsar el pin mientras daba la segunda vuelta al establecimiento. Después de la tercera vuelta recogí mi tarjeta y le dije adiós a aquella mujer, que se quedó boquiabierta con mis botas viejas y un charco de agua.

Las botas habían cobrado vida y tenían mucha prisa. Mi cuerpo iba detrás de ellas en un intento de averiguar su destino. Cruzaban la calle sin mirar, sin importarles si estaba el semáforo verde o si los coches podían pillarme. Los conductores me pitaban reiteradamente y bajaban la ventanilla para chillarme algo de mi madre y mi coeficiente intelectual.

Salí de la ciudad, estuve andando toda la noche, atravesando campos y recorriendo caminos en la oscuridad. Estaba exhausta y recordé mis botas viejas ¿Qué tenía de malo aquel pequeño agujerito por el que se colaba el agua de la lluvia?

Mis botas parecían saber perfectamente a dónde iban. A lo lejos, mi pueblo, donde nací y me crié hasta la pubertad. Mis botas color salmón iban directas a la casa de mis abuelos, abandonada y ya desvencijada. Allí mi abuela parió a mi madre y mi madre me parió a mí ayudada por las vecinas del pueblo y las viejas sabias que hacían de matronas.

Mis botas se pararon frente a aquella casa donde nací, despojada ya de tejado, habitada por una exuberante maleza que asomaba por los vanos de las ventanas y por las paredes de piedra quebradas. Y justo allí, en el origen de mi existencia, me vino a buscar la muerte, que no traía guadaña, sólo unas botas color salmón.

En dirección contraria

Estaba tranquilamente leyendo, como suele hacer al atardecer, justo antes de cenar. Le gusta leer en silencio, sin música y, por supuesto, con la televisión apagada. Disfruta de cada palabra de su lectura, como si fuera un gourmet degustando el sabor de cada alimento de un gran banquete.

Es un hábito adquirido a raíz de que Jean Pierre se lió con una alumna de la universidad. A ella siempre le gustó leer, pero no encontraba tiempo entre su trabajo de traductora y su gran romance con Jean Pierre. Durante los 10 años que estuvieron juntos, dedicaron cada minuto de tiempo libre a hacer el amor.

Pero todo aquello acabó ya hace dos años y Sole aprendió a disfrutar de cosas que antes no podía hacer y, sobre todo, ella misma lo dice a menudo: “Ahora amo la soledad”.

Estaba enfrascada en aquel cuento de Cortázar, el de ‘La casa tomada’, cuando escuchó el timbre. No, no era el suyo. Hacía más de un año y medio que se le había estropeado. Se lo quemó Jean Pierre en un ataque de arrepentimiento, pero sonaba tan cerca que incluso dudó por un momento que milagrosamente hubiera vuelto a funcionar.

Los tres primeros timbrazos ni siquiera lograron distraerle de aquella historia de dos hermanos que van desplazándose de su propia casa por miedo a un ente desconocido. Pero al cuarto, se levantó del sofá para asomar su ojo por la mirilla.

Un chico, sentado en el suelo del pasillo, llamaba repetidamente al timbre de la puerta de enfrente. No lo hacía de una manera histérica ni obsesiva, que hubiera dado también al traste con el timbre de la vecina. Llamaba de forma insiste pero a intervalos regulares, de unos 15 segundos.

A pesar de que se apagó la luz del corredor y de que a Sole se le empañaba la gafa, no podía despegarse de la mirilla. Seguía llamando con la misma cadencia y con la iluminación de emergencia se podía adivinar su silueta estirando el brazo.

El chico se levantó para encender la luz y entonces Sole pudo percibir también la presencia de un chihuahua. Siguió llamando, esta vez de pie y alternando el timbre y unos golpecitos en la puerta. Al otro lado se oía a una chica decir una y otra vez: ¡No! Y cada vez que pronunciaba la negativa, el perro levantaba las orejas y se ponía en posición de alerta, aunque no ladraba. El chico volvió a golpear suavemente la puerta y dijo: “¡Abre, Toñi! ¡Abre!

“No abras”, pensó Sole, pero Toñi abrió. “Mierda”, dijo Sole. El chico le preguntó a Toñi: “¿Qué tal?”. Y mientras ella le respondía que “mal”, él traspasó el vano de la puerta estirando la correa del chihuahua, que parecía querer ir en dirección contraria.