Torcuato no es un hombre normal. Ya al nacer, Torcuato no lloró y no fue por la insistencia del médico, que consiguió ponerle los cachetes bien rojos. Se podría decir que no corre sangre por sus venas. Incluso, a simple vista, uno podría asegurar que funciona a pilas. Ahora quizás, con estos nuevos avances tecnológicos, puede que ya lleve incorporada una batería de iones de litio que recarga todas las noches mientras duerme sus ocho horas de rigor, porque no se salta ni una hora de sueño, ni una comida, ni una cepillada de dientes, 37 con un ritmo constante tres veces al día.
Cada mañana, Torcuato se despierta a las 7 a.m. y no es de esos a los que les gusta remolonear. Suena el despertador, se levanta, desayuna un café solo, se ducha con agua templada, se viste con la ropa que había preparado el día anterior, se lava los dientes con 37 cepilladas y se marcha a trabajar a la empresa más grande de España, el INEM.
Clara tenía que ir otra vez al INEM. Se le había acabado un paro, pero había acumulado otro entre trabajos de jornada completa y media jornada en contratos de días, semanas y en el mejor de los casos, meses. Y allí estaba. En esa deprimente sala de espera, con aquel marcador de carnicería en el que los números pasan muy des-pa-ci-to.
Clara tenía que echar la mañana en el INEM y previamente se había vitaminado y mineralizado con un buen zumo de naranja. No le había dado tiempo a tomar café y lo necesitaba, pero tenía la extraña sensación de que si se iba al bar de enfrente, los números irían rápido de repente y se le iba a pasar el turno. Algo que jamás había ocurrido, claro. Quizás en su interior sentía que ese café le podría haber salido gratis si se lo hubiera tomado en su casa, pero ese pensamiento no quería salir a flote.
Y allí estaba, en aquel lugar donde los niños lloran porque no es su sitio y las madres les consuelan porque no tienen con quién dejarlos, donde los inmigrantes miran la hoja de ofertas de trabajo del tablón sin entender nada, donde la gente sale a fumar un cigarro compartido en la puerta con la extraña sensación de que se les va a pasar el turno…
Cuando tuvo una visión maravillosa, era aquella chica que se encontró en la puerta de la biblioteca. Sí, era ella. Hacía aproximadamente un año, estaba a punto de dar a luz e intercambiaron unas palabras bajo la nube de humo de sus cigarros. Clara no le dijo nada, pero le reconfortó saber que había logrado salir adelante, aunque fuera a duras penas. Ahora estaba con su niña en el carrito y parecía que ya le tocaba.
Después iba Clara, que ya se había informado previamente. Había realizado un Master por la Universidad de Lepreguntoatodaslaspersonasqueconozcoquesabendesto e iba con todos los papeles y con todos sus derechos bien claritos. Le tocó con Torcuato, pero él no parecía entender que había un error informático y que sólo había que rectificarlo para que le dieran la prestación por desempleo. Torcuato, con la voz enlatada, le repetía: “Comprendo lo que me dice, pero le mandaremos una carta”. Clara se preguntaba si era humano.
Mientras, en la mesa de al lado, un hombre paquistaní asentía con la cabeza a la empleada del INEM, que en un ataque de vehemencia le chillaba: “No estás entendiendo nada de lo que te digo, ¿verdad? Pues ven con alguien que hable español. No tienes derecho a prestación, estás penalizado”. El inmigrante seguía asintiendo con la cabeza y no se movía de su asiento. Probablemente, estaba penalizado porque no entendía el castellano.
Clara se estaba poniendo cada vez más nerviosa y se hubiera levantado para decirle a aquella mujer: “Ojalá necesite ayuda en un país donde no habla el idioma y nadie le eche una mano”, pero estaba demasiada absorta en resolver su problema: “¿Y no puede hacer usted una llamada al responsable de la oficina en la región o a alguien responsable a nivel nacional? Necesito saber si cuento con la prestación o no ¿me entiende?” Torcuato le respondió con aquella voz robótica: “Comprendo su caso, pero eso no es posible. Le mandaremos una carta”. Clara le preguntó que cuándo y Torcuato le dijo que cuando se resolviera el caso.
La exasperación invadía a Clara y antes de dar un golpe en la mesa, levantarse y decir algo como:¡¡¡¡ #&*!!!!, decidió irse a comprar un paquete de tabaco en el bar de enfrente y fumarse un cigarrillo, el primero desde hacía 6 meses. Cuando salía del bar se encontró en la puerta del INEM a la chica de la biblioteca. “¿Te acuerdas de mí? Estuvimos hablando en la puerta de la biblioteca como hace un año. Tú estabas embarazada de esta niña tan guapa”.
“Sí, claro que me acuerdo ¿Qué tal te va?”, le preguntó a Clara. “Bueno, creo que tú y yo estamos casi igual que hace un año” Y las dos chicas rieron. “Bueno, tú no estás igual porque tienes a esta niña tan preciosa ¿Quieres un cigarro?”, le ofreció Clara. “Sí, pero aquí en la puerta del INEM no”. Y se fueron calle arriba hablando de las injusticias del mundo mientras dejaban un rastro de nube del humo de sus cigarros.