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Caja de cartón

Cada mañana lo veía de camino al trabajo. Siempre estaba sentado sobre una silla plegable de playa, junto a una caja de ahorros, con la mirada fija en las páginas de un libro. Hacía meses que estaba allí. Me fijé en él desde el primer día porque no pedía dinero. De hecho, no levantaba los ojos de aquella historia que estaba leyendo. Frente a él, en el suelo, un cartel elaborado con cartón que rezaba ‘HOY SOY YO. MAÑANA PUEDES SER TÚ. ACEPTO TRABAJO. GRACIAS’.

Y cada día, después de verlo y en el trayecto hasta mi trabajo, imaginaba qué profesión tenía, qué le había pasado, dónde estaba su familia… Un día había sido maestro interino que se quedó en la calle por los recortes y al que su mujer había abandonado. Otro día pensaba que era un economista argentino que vino a España para trabajar de albañil en la bonanza del ladrillo y cuya familia de la Pampa no sabe que vive en la calle…

Pero aquel día no estaba, aunque sí la silla de la playa, el cartel y un libro, ‘El capital’. Y esa mañana, en ese pequeño recorrido entre su lugar habitual de lectura y mi puesto de trabajo, estuve fabulando sobre qué le habrá pasado ¿Habrá encontrado trabajo? ¿Le habrá dado un infarto? ¿Habrá venido su familia de la Pampa a buscarle?

Metí la llave en la cerradura de la oficina y, sorprendentemente, no tuve que darle un par de vueltas para poder entrar. Siempre era la primera, pero aquel día había llegado alguien antes que yo. Cuando abrí la puerta, me sorprendió la presencia de mi jefe, con semblante serio.

“Será mejor que recojas tus cosas. Ya no necesitamos tus servicios”, me dijo. “Y devuélvenos las llaves”, apostilló. Miré hacia mi silla y allí estaba el vagabundo. Metiendo mis cosas en una caja de cartón.

Una amante religiosa

Aquella mañana me desperté muy raro. No recordaba absolutamente nada de lo que había pasado la noche anterior. Lo extraño no era eso, pues llevaba una buena temporada torturando y destruyendo mis neuronas, pero no notaba el habitual clavo en la sien derecha, ni esa sensación de que mi cerebro flota en formol.

Extendí el brazo, pero ella ya no estaba. Y aunque no era capaz de acordarme de su cara, todavía quedaba el surco de su silueta en mis sábanas. Recorrí con la palma de mi mano aquella montaña rusa y, al llegar a la almohada, sentí en las yemas de mis dedos algo frío y metálico. Parecía una cadena con una cruz.

“Quizás apunté su teléfono por algún lado. A lo mejor podría llamarla y, con la excusa del crucifijo, podemos quedar otro día. Igual le gusté y quiere repetir”, pensé. Sin embargo, a medida que iba avanzando en aquella hipótesis, mi propia imagen de estar solo en la cama acariciando unas sábanas me acechaba.

Una sensación extraña, como que me faltaba algo, me intimidaba en la penumbra. El cuarto estaba demasiado oscuro. Mi persiana no cierra del todo y siempre se cuela un rayito por la ventana. Estiré el brazo y encendí la luz, pero seguía sin ver nada. Rápidamente me eché las manos a la cabeza y me di cuenta de que no tenía “¡Maldita mantis religiosa!”.

El escritor

Un hombre se puso frente al ordenador para escribir su primera novela. Trataba sobre un personaje que era escritor. El escritor narraba su historia en primera persona, pues quería hacer llegar al lector sus pensamientos y sentimientos desde la piel de otro, su personaje. Su personaje iba a ser una persona completamente diferente a él. Sí, era escritor como él, pero iba a ser una mujer, una escritora.

Así que se levantaba por la mañana y lo primero que hacía era pegarse una ducha de agua fría. El café comenzó a tomárselo con sacarina y por las noches, cuando no le veía nadie, se pintaba los labios de rojo.

Y fueron pasando los días y el escritor no había escrito ni una palabra de su novela, pero ya se coloreaba las uñas, se ponía falda, se depilaba… incluso encontró un bolso a juego con sus zapatos nuevos y su pintalabios.

Todavía recuerda la escritora el primer día que comenzó a escribir su primera novela. Sintió la necesidad imperiosa de coger el ordenador del escritor. Milagrosamente acertó con la contraseña para iniciar sesión y empezó a narrar una historia en la que la protagonista era también una escritora.

Su intención era relatar la novela en primera persona para que el lector pudiera comprender más profundamente sus emociones. Aunque su personaje iba a ser una escritora, como ella, decidió que iba a ser una persona completamente diferente y pensó: «Va a ser un hombre. Sí, un escritor«.

Suma elegancia

Esto se ha acabado. Sólo quedan ya los posos de lo que fue nuestra relación. No ha sido duradera, pero sí intensa. Y aunque he sido muy feliz durante este tiempo, no podemos negar la realidad, esto se ha terminado.

Ya sé que de poco vale lamentarse ahora y que ya no podemos volver atrás. No obstante, recuerdo que al principio no te comprendía. Estabas muy cerrado y no podía apreciar los matices de tu personalidad. Sin embargo, no puedes reprocharme nada, pues te he dado el tiempo que has necesitado para expresarte libremente. Y así, sin prisas, he conseguido que te abrieras a mí con suma elegancia.

Para suavizar este mal trago, te diré que me has hecho sentir aquello de lo que había oído hablar tantas veces, el suave cosquilleo que serpentea por las venas y que provoca que el corazón galope. Me he sentido la elegida, una auténtica privilegiada y te confieso que incluso mi ego ha levitado hasta Plutón al tomarte.

Me hubiera gustado que nuestro amor se hubiera prolongado más allá de una noche, pero sabes también como yo que se hubiera perdido la esencia. No creas que olvidaré fácilmente tu olor y tu sabor. Una no siempre tiene la oportunidad de saborear una botella de vino de 1964, la mejor cosecha de la historia.

Es mediodía

Son las 12 en punto y, como cada día, la vieja iglesia de la plaza anuncia con aquellas rotundas campanadas a todo el pueblo que es la hora del almuerzo. Pero hoy no ha surgido el intenso y breve silencio del mediodía, ese que provoca que cada habitante sienta en el interior de su caja torácica cómo retumban las campanas.

Un grupo numeroso, más o menos la mitad del pueblo, se está manifestando en la plaza y sus vítores apenas dejan percibir aquellos solemnes aullidos que proceden del templo cristiano, esos rugidos que emanan de los vientres de los lugareños.

“¡No somos unos descerebrados! ¡Tenemos vuestros mismos derechos!”, gritan. Los hombres sin cabeza están hartos de que no les tomen en serio sólo por el hecho de haber nacido sin testa. Incluso se han puesto el traje de los domingos para tener un aspecto más respetable y solvente.

Ébola in the Seguridad Social

En la sala de espera del centro médico de barrio, o como dice la madre de uno ‘el ambulatorio’, se puede encontrar una fauna variada, desde los vejetes que echan la mañana haciendo puñetas, hasta los adolescentes que quieren un justificante para hacer pira en clase, pasando por gente que habla en alto consigo misma.

Uno llega a la sala de espera del centro médico de turno subiendo las escaleras de dos en dos, no vaya a ser que se le pase la hora, porque entonces tiene que esperar hasta que pasen todos los números de la mañana y mirar a ver si el médico, como dice la madre de uno ‘de cabecera’, le quiere atender.

Uno llega a la sala de espera jadeando, ya que no está acostumbrado a hacer deporte, y entonces tiene que preguntar: “¿por qué hora van?” Cuando le responden, uno se da cuenta de que al menos va con una hora de retraso y que le queda un rato de espera.

Entonces uno ya se sienta y comienza a respirar el aire ambulatorio, que es una especie de microclima húmedo y cálido sin ningún tipo de ventilación en el que los virus se toman unas vacaciones antes de salir al exterior, es decir, es como el Caribe para ellos. Un hábitat ideal para procrear virus cachorros, un ambiente óptimo para la conspiración e inspiración de grandes enfermedades.

Y entonces uno se pone a mirar el móvil y se pregunta por qué no se habrá traído el libro de Murakami. Se pone a leer el periódico online en el móvil, agrandando y pasando las líneas con el dedo para intentar leer algo. Está copado por noticias del ébola y ve una noticia que desmiente un montaje fotográfico de una noticia que circula por whatssap que dice que hay un senegalés infectado de ébola en el pueblo de uno, pero ya se cansa de leer en el móvil y se dispone a observar a la gente.

Entonces levanta la vista y, por un momento, piensa qué pasaría si alguna de las personas de la sala de espera tuviera ébola. “Sí, ese que ha venido por lo que pensaba que era una gripe, puede que no lo sea. Y ese de ahí, anda que se podría tapar la boca cuando tose”. Pasa por la cabeza de uno incluso que el médico de cabecera que le va a atender puede que tenga ébola. “Sí, se fue a un congreso a Madrid en el que coincidió con la enfermera infectada”. Y es que uno va por un mal menor y puede salir del centro de salud con una enfermedad mortal.

Y todas estas ideas locas empiezan a tener demasiado sentido en la cabeza de uno cuando, de repente, una mujer en silla de ruedas le dice:
-“¿Me puedes hacer un favor? ¿Te importa hacerme una llamada perdida a mi móvil? Es que no sé si lo tengo en la mochila o me lo he dejado en casa?”.
-“Claro, no hay problema. Dime tu número”.
Entonces uno marca el número y le da señal con una melodía: ‘Hoy no me puedo levantar’ y le pregunta a la mujer postrada en la silla de ruedas: “¿Hoy no me puedo levantar?“ Ella afirma con la cabeza y uno se ríe y le dice: “¡qué grande!”. Es entonces cuando uno cae en la cuenta: «tú que puedes, pon los pies en La Tierra».

Cigarrillos en el INEM

Torcuato no es un hombre normal. Ya al nacer, Torcuato no lloró y no fue por la insistencia del médico, que consiguió ponerle los cachetes bien rojos. Se podría decir que no corre sangre por sus venas. Incluso, a simple vista, uno podría asegurar que funciona a pilas. Ahora quizás, con estos nuevos avances tecnológicos, puede que ya lleve incorporada una batería de iones de litio que recarga todas las noches mientras duerme sus ocho horas de rigor, porque no se salta ni una hora de sueño, ni una comida, ni una cepillada de dientes, 37 con un ritmo constante tres veces al día.

Cada mañana, Torcuato se despierta a las 7 a.m. y no es de esos a los que les gusta remolonear. Suena el despertador, se levanta, desayuna un café solo, se ducha con agua templada, se viste con la ropa que había preparado el día anterior, se lava los dientes con 37 cepilladas y se marcha a trabajar a la empresa más grande de España, el INEM.

Clara tenía que ir otra vez al INEM. Se le había acabado un paro, pero había acumulado otro entre trabajos de jornada completa y media jornada en contratos de días, semanas y en el mejor de los casos, meses. Y allí estaba. En esa deprimente sala de espera, con aquel marcador de carnicería en el que los números pasan muy des-pa-ci-to.

Clara tenía que echar la mañana en el INEM y previamente se había vitaminado y mineralizado con un buen zumo de naranja. No le había dado tiempo a tomar café y lo necesitaba, pero tenía la extraña sensación de que si se iba al bar de enfrente, los números irían rápido de repente y se le iba a pasar el turno. Algo que jamás había ocurrido, claro. Quizás en su interior sentía que ese café le podría haber salido gratis si se lo hubiera tomado en su casa, pero ese pensamiento no quería salir a flote.

Y allí estaba, en aquel lugar donde los niños lloran porque no es su sitio y las madres les consuelan porque no tienen con quién dejarlos, donde los inmigrantes miran la hoja de ofertas de trabajo del tablón sin entender nada, donde la gente sale a fumar un cigarro compartido en la puerta con la extraña sensación de que se les va a pasar el turno…

Cuando tuvo una visión maravillosa, era aquella chica que se encontró en la puerta de la biblioteca. Sí, era ella. Hacía aproximadamente un año, estaba a punto de dar a luz e intercambiaron unas palabras bajo la nube de humo de sus cigarros. Clara no le dijo nada, pero le reconfortó saber que había logrado salir adelante, aunque fuera a duras penas. Ahora estaba con su niña en el carrito y parecía que ya le tocaba.

Después iba Clara, que ya se había informado previamente. Había realizado un Master por la Universidad de Lepreguntoatodaslaspersonasqueconozcoquesabendesto e iba con todos los papeles y con todos sus derechos bien claritos. Le tocó con Torcuato, pero él no parecía entender que había un error informático y que sólo había que rectificarlo para que le dieran la prestación por desempleo. Torcuato, con la voz enlatada, le repetía: “Comprendo lo que me dice, pero le mandaremos una carta”. Clara se preguntaba si era humano.

Mientras, en la mesa de al lado, un hombre paquistaní asentía con la cabeza a la empleada del INEM, que en un ataque de vehemencia le chillaba: “No estás entendiendo nada de lo que te digo, ¿verdad? Pues ven con alguien que hable español. No tienes derecho a prestación, estás penalizado”. El inmigrante seguía asintiendo con la cabeza y no se movía de su asiento. Probablemente, estaba penalizado porque no entendía el castellano.

Clara se estaba poniendo cada vez más nerviosa y se hubiera levantado para decirle a aquella mujer: “Ojalá necesite ayuda en un país donde no habla el idioma y nadie le eche una mano”, pero estaba demasiada absorta en resolver su problema: “¿Y no puede hacer usted una llamada al responsable de la oficina en la región o a alguien responsable a nivel nacional? Necesito saber si cuento con la prestación o no ¿me entiende?” Torcuato le respondió con aquella voz robótica: “Comprendo su caso, pero eso no es posible. Le mandaremos una carta”. Clara le preguntó que cuándo y Torcuato le dijo que cuando se resolviera el caso.

La exasperación invadía a Clara y antes de dar un golpe en la mesa, levantarse y decir algo como:¡¡¡¡ #&*!!!!, decidió irse a comprar un paquete de tabaco en el bar de enfrente y fumarse un cigarrillo, el primero desde hacía 6 meses. Cuando salía del bar se encontró en la puerta del INEM a la chica de la biblioteca. “¿Te acuerdas de mí? Estuvimos hablando en la puerta de la biblioteca como hace un año. Tú estabas embarazada de esta niña tan guapa”.

“Sí, claro que me acuerdo ¿Qué tal te va?”, le preguntó a Clara. “Bueno, creo que tú y yo estamos casi igual que hace un año” Y las dos chicas rieron. “Bueno, tú no estás igual porque tienes a esta niña tan preciosa ¿Quieres un cigarro?”, le ofreció Clara. “Sí, pero aquí en la puerta del INEM no”. Y se fueron calle arriba hablando de las injusticias del mundo mientras dejaban un rastro de nube del humo de sus cigarros.

La peonza

Isaac está jugando con su nueva peonza. La lanza y se queda mirándola ensimismado mientras da vueltas. Para él, La Tierra gira a esa velocidad. La tira entre la gente, que va de aquí para allá, e Isaac no entiende cómo no se fijan en la belleza de su giro. Y la recoge con la cuerda, la vuelve a enrollar y la vuelve a lanzar, esta vez encima de un tablón que sirve de mesa para apoyar todas las herramientas. Ha hecho un hueco previamente para no entorpecer su trayectoria. Y la persigue obsesionado con su mirada para recogerla en la palma de su mano y dice: “¡Mira cómo baila en mi mano, papá!”. Pero su padre no le hace caso. Está a otras cosas.

Su padre está junto con otros vecinos recogiendo escombros. Entre todos ya han retirado 50 toneladas. Es un trabajo duro, más si cabe al ver el estado del edificio, una casa abandonada que fue okupada hace 17 años para transformarla en un centro social en el que los vecinos organizaban charlas, cine y otras actividades. Un verdadero ejemplo de autogestión en el que no es necesario el poder, ese al que le entregamos libertades individuales a cambio de seguridad y orden.

Todo comenzó hace unos días. Isaac le dijo a Pablo que le cambiaba su bonita peonza por la suya. La peonza de Isaac era llamativa, de un verde que al girar se convertía en un torbellino de naturaleza salvaje y vehemente. Pero tenía un fallo, estaba rajada. La peonza de Pablo era negra, pero estaba nueva. Los dos amigos estaban negociando el trueque a la salida del colegio, a las puertas del centro social, cuando vino aquella excavadora. Desde que era pequeño, Isaac había sentido fascinación por las excavadoras y allí estaba él, parado, frente a la excavadora, como aquella imagen del rebelde desconocido frente a los tanques en la Plaza de Tiananmen. Pablo le agarró del brazo, lo apartó y se fueron corriendo.

Cuando Isaac llegó a casa le comentó a su padre que Pablo le había cambiado la peonza. Ahora tenía una menos bonita, pero no estaba rota. Su padre le dijo que aquello no estaba bien, que aunque le hubiera advertido que estaba rajada, era una estafa y le ordenó que se la devolviera. “¿Por qué?”, preguntó Isaac. “Porque un trueque siempre tiene que ser en igualdad de condiciones”.

El padre de Isaac estaba escuchando un tumulto en las calles del barrio desde hacía rato y abrió la ventana para asomarse. Atónito exaltó: “Pero… ¿qué está pasando en el centro social?”. Isaac le contestó: “No sé, pero casi me atropella una excavadora”. “Quédate aquí y no abras a nadie”, le dijo su padre mientras salía zumbando.

Isaac lo tenía claro. Iba a disfrutar de aquella peonza las últimas horas que le quedaban hasta que tuviera que devolverla. Y allí estuvo jugando, lanzándola, recogiéndola, enrollándola y volviéndola a tirar al suelo, cautivado con su danza. El parqué estaba hecho un desastre, pero su padre nunca se quejó.

El padre de Isaac entró por la puerta horas después, abatido, parecía que venía de la guerra. “Vamos a hacer la cena. Huevos con patatas”. Siempre cenaban lo mismo. Mientras su padre cocinaba, Isaac ponía la mesa. “No quiero que vayas al centro social sin mí, ¿de acuerdo?”, le dijo su padre mientras mojaba el pan en la yema del huevo. “¿Por qué?”, preguntó Isaac. “Hay problemas. Quieren echar a la gente y echar abajo el edificio. Es peligroso”. “Pero… ¿Por qué?”, reiteró el niño mientras se comía la clara del huevo. Él siempre dejaba la yema para el final. Y su padre, sin contestarle, desplegó su largo brazo y con un rápido movimiento mojó un trozo de pan en su yema. “¡Jo, papá!”, dijo chillando y a punto estuvo de llorar. “No hagas pucheros que no es para tanto. No puedes perder ojo de lo que es tuyo”.

Pasaron los días. Isaac salía del colegio y se iba directamente a casa para jugar con la peonza de Pablo. Todavía no se la había cambiado porque su padre no se había dado cuenta. Estaba a otras cosas. Llegaba cada noche del centro social molido e Isaac, cuando lo veía, pensaba: “Parece que hoy tampoco ha ganado la batalla”.

Y llegó el día en el que Isaac volvió al centro social y, cómo no, estaba jugando con la peonza de Pablo. Su padre estaba recogiendo escombros. Entre todos los vecinos del barrio intentaban reconstruir aquel refugio para pensamientos, ideas, charlas, en definitiva, sueños. Unos sueños que partían del pueblo y para el pueblo, sin intervención divina ni política. Estaban intentando recomponer los pedacitos de un proyecto que habían fabricado durante 17 años, con el que todos habían crecido.

Isaac era ajeno a todo aquello. Estaba absorto con el rápido giro de aquella peonza nueva y su baile sinuoso. Estaba perfeccionando la técnica de que girara en su mano. Llevaba varios días ensayando. La peonza que tenía antes, como estaba rajada, se inclinaba y enseguida desvanecía en el intento. Retiró los utensilios del tablón que hacía de mesa improvisada y lanzó la peonza. Esperó el momento justo y la posó en la palma de su mano. Al menos estuvo bailando durante un minuto. Fue un momento estelar que sólo pudo apreciar Pablo, que se acercó rápidamente y le dijo: “Yo también quiero, ¿me enseñas?”. “Claro, pero prométeme que me volverás a cambiar la peonza. Aunque esté rota, quiero la mía”.

Efecto riojaneitor

“Damas y caballeros, Su Majestad la Reina de Inglaterra y su Alteza Real el Duque de Edimburgo”, anunció el reverendo Jonathan Lean, anfitrión de tan notable encuentro en el castillo de Picton, en el condado de Pembrookshire. Y los 30 comensales de la alta aristocracia galesa se incorporaron para recibir a tan ínclitos invitados, mientras escuchaban el bardo interpretado por los más célebres artistas del famoso festival de Eisteddfod.

El reverendo Lean les recibió con la reverencia que había estado ensayando durante toda la semana. Le salió perfecta. No así la duquesa de Devonshire, que al estilo Mr. Bean, a punto estuvo de propinar un cabezazo a la Reina.

El servicio, de excelentes modales, descorchó las botellas de vino blanco. Todos ya acomodados en sus asientos disimulaban con aquel elixir riojano su deseo de recibir el ágape, que consistía en un en blinis de salmón ahumado con salsa de limón y un plato de lomo de cordero del muy verde y perfumado condado de Pembrookshire.

Antes del salmón, llegó la hora del brindis y como no, Isabel II fue la encargada de pronunciar unas palabras. El reverendo carraspeó para avisar a los asistentes y todos se incorporaron de nuevo para escucharla. Su Majestad levantó la copa medio vacía de aquel blanco de Rioja que todavía no había probado. “Damas y caballeros, es un verdadero honor compartir con ustedes este precioso momento”. Y tras el primer sorbo de la Reina, todos bebieron.

Más de cinco veces el servicio llenó la copa de Su Majestad antes de servir el primer plato. La Reina parecía estar disfrutando de cada sorbo del vino blanco de Rioja. Todos se habían dado cuenta de lo que parecía una clara dipsomanía pero, por supuesto, nadie comentó nada.

Y llegó el pescado y, tras él, se descorcharon las botellas de tinto. Isabel II, sin previo aviso, se levantó no con poca dificultad y con evidente balanceo. Al reverendo ni siquiera le dio tiempo de toser para advertir a los comensales, que se incorporaron lo más rápido que pudieron. La Reina de Inglaterra elevó la copa de Gran Reserva y en un perfecto castellano no exento del previsible acento británico apuntó: “Mi tierra es La Rioja, Logroño es mi pueblo. Cruce de caminos, puentes sobre el Ebro, cuna de mi lengua, camino de encuentros. Y nadie en Logroño se siente extranjero”.

Los invitados, atónitos, se sentaron de nuevo y, mientras servían el cordero, como en el infantil juego del teléfono roto, fueron contándose uno a otro lo que había dicho la Reina. Cuando llegó el segundo plato, el ambiente estaba ya más distendido y dicharachero. El tono de voz se elevaba por momentos y desde la cocina se podían escuchar las risas de los comensales. Incluso el servicio podía asegurar que se oían palabras en español.

Y antes de que se sirviera el té, la Reina de Inglaterra se incorporó de nuevo, esta vez apoyándose en el hombro del Duque de Edimburgo, cuyos mofletes habían adoptado el efecto riojaneitor, pasando de rosáceos a rojo incandescente. El reverendo ya estaba somnoliento y apoyado con el codo en la mesa, ni se levantó. El resto la escuchó, algunos erguidos, otros no.

Isabel II cogió la cucharilla y la golpeó repetidamente en su copa, esta vez llena hasta arriba de Gran Reserva, eso sí, por su expresa petición, puesto que está en contra del protocolo. “Queridos amigos. Si no seríais unos muermos, vendríais a tomar la última copa de vino al huerto conmigo y mi pariente”, dijo en un perfecto riojano con marcado acento británico. Agarró del brazo al pobre Duque, que ya no estaba para esos trotes, y lo arrastró hacia la puerta cantando aquello de: “Los almacenes de Haro, los vamos a quemar, que muere mucha gente, de vino artificial. ¡Ay, ay, ay! Los almacenes de Haro. ¡Ay, ay, ay! Los vamos a quemar”.

Del resto de invitados, los que fueron capaces de levantarse de sus asientos, siguieron a Su Majestad y Consorte bailando la conga y cantando: “A mí me gusta el pi piri vi pi pi, de la bota empinar, para ba pa pa. Con el pi piri vii pi pi. Con el pa para ba pa pa. Al que no le guste el vino, es un animal”.